El retiro del Estado tanto de la producción agrícola como del acopio, de la regulación de los precios y de la estructura de créditos y subsidios, ha llevado a una polarización entre pequeños y grandes productores agrícolas, pauperizando a los pequeños agricultores y abriendo el camino a corporaciones transnacionales agroalimentarias. Con ello se ha impactado negativamente el sistema agroalimentario mexicano, su nivel nutricional, su seguridad alimentaria, y ocasionado graves afectaciones a la salud.
Entre las políticas públicas en materia de desarrollo rural, integradas en el Programa Especial Concurrente para el Desarrollo Rural (PEC) destaca, por un lado, la disminución del presupuesto destinado al campo, y por el otro, el carácter desigual de los apoyos. Para los grandes productores, ubicados en estados de Sinaloa, Jalisco, Chihuahua, Sonora, Michoacán y Tamaulipas, se concentran subsidios productivos y financiamiento, dándoles mejores condiciones para producir y competir nacional e internacionalmente. Mientras que a la mayoría de los pequeños productores se destinan menores montos del presupuesto productivo y más subsidios asistencialistas, y los apoyos que llegan a recibir son de menor magnitud, lo que no permite mejorar la productividad en estas regiones. Estas inconsistencias están asociadas al fracaso del modelo económico hacia la población más vulnerable.
Esta situación ha desencadenado una intensa pauperización de los pequeños agricultores, que conforman la mayoría de los propietarios en el país, quienes per-dieron su capacidad de alimentarse a partir de su propia producción. Esta pequeña agricultura, reconocida como indisociable a la seguridad alimentaria, a pesar de sus condiciones precarias para producir y de la falta de apoyos económicos gubernamentales, aporta el 39% de la producción agropecuaria nacional, jugando un rol fundamental en la conservación de la agrodiversidad y como fuente importante de generación de empleos. Sin embargo, el fraccionamiento de las propiedades que explica el incremento de unidades de producción de menos de 5 ha constituye uno de los problemas estructurales del campo mexicano. Reconocer el problema de la pulverización de la tierra conlleva a buscar como solución formas de organización de los productores que descansen en los lazos de solidaridad que existen en las localidades.
Con la liberalización comercial, iniciada a partir de la entrada de México al GATT (1986), la producción alimentaria dejó de ser parte de la estrategia de desarrollo nacional. Por un lado, se planteó alcanzar la seguridad alimentaria mediante la importación y, por el otro, se convirtió a la agricultura en una actividad generadora de divisas, por lo cual se brindó el apoyo a las grandes empresas por medio de políticas comerciales, laborales y de desregulación. Desde entonces, el sistema agroalimentario mexicano se convirtió en un complejo agroindustrial integrado por compañías semilleras, agrobiotecnológicas, agroquímicas, agroindustriales y alimentarias que se encuentran en manos de pocas compañías transnacionales. Hoy en día, en México, alrededor de 10 empresas controlan la industria alimentaria.
Con este rumbo nos alejamos de la posibilidad de alcanzar la seguridad alimentaria. Hoy casi uno de cada cinco habitantes carece de los recursos para satisfacer sus necesidades nutricionales mínimamente adecuadas y la pobreza alimentaria extrema ha aumentado, y empeorado en el medio rural y entre la población indígena. Este panorama muestra que las recientes políticas agropecuarias, o los programas como la Cruzada Nacional contra el Hambre, no han tenido impacto en la reducción de las carencias alimentarias.
La transformación sociocultural de la alimentación causa estragos a la salud de la población. Al modificar sus patrones de consumo con alimentos ricos en colesterol, grasas saturadas, azúcares y sodio, los problemas de sobrepeso y obesidad, por un lado, y de desnutrición infantil por el otro, constituyen serios problemas de salud pública e hipotecan la vida de las siguientes generaciones.
Después de varias décadas de implementación del modelo de la Revolución verde y del abandono del campo por parte del Estado, el intenso deterioro de los suelos, sustento de la agricultura, amenaza la soberanía alimentaria del país. El apoyo a sistemas agropecuarios insostenibles causa que más de la mitad de los suelos del país estén degradados, causando la disminución de los rendimientos y procesos de desertificación, muchas veces irreversibles, pero también impactos a nivel regional como la pérdida de la biodiversidad, la contaminación de cuerpos de agua, y la emisión de gases de efecto invernadero. Las consecuencias de la degradación de los suelos impactan directamente en el bienestar de la población, pudiendo incrementar niveles de pobreza e impulsar procesos de migración.
La respuesta gubernamental ante este problema ha sido la creación de programas rígidos y centralizados con poca capacidad de adaptarse a condiciones biofísicas, sociales e institucionales distintas que propicien un fortalecimiento de capacidades locales.
Al limitar el acceso al mercado, a los créditos, al asesoramiento, a la información o a las herramientas de gestión de riesgos, la política agrícola va en sentido contrario a la posibilidad de conservar los suelos como medio para recuperar la sobe-ranía y la seguridad alimentaria del país.
En contrasentido de la política agropecuaria, a lo largo del país se vienen ges-tando estrategias alternativas en forma de sistemas agroforestales y ganadería sustentable acordes a las condiciones locales. Estas experiencias deben conformar las semillas para la construcción de una política de conservación de suelos flexible y adaptativa, que cuente con el apoyo de instancias de investigación estatales, mercados y apoyos económicos.
La recuperación de la seguridad alimentaria requiere un programa integral de apoyo productivo a la pequeña agricultura que reoriente las políticas de desarrollo agrícola y rural para un reajuste de los incentivos y eliminación de los obstáculos para la transformación de los sistemas agrícolas y ganaderos hacia modelos más sustentables que, junto con una política nacional agroalimentaria, favorezca la producción diversificada y que conserve la agrobiodiversidad y los suelos.
El diseño e implementación de las políticas públicas agropecuarias deben reconocer los cambios en la estructura agraria del país de las últimas décadas, como el minifundismo y el envejecimiento de la población, forjando un programa de apoyo a la organización productiva local con asistencia técnica y capacitación.
El Programa Especial Concurrente (PEC) debe construirse sobre la base de bienes públicos, como medio para reducir la pobreza en la población rural así como para disminuir las disparidades regionales.
Recuperar el sistema agroalimentario mexicano debe ser un eje central de una estrategia de desarrollo nacional. Lograr la calidad de los alimentos requerirá la regulación del uso de agroquímicos tóxicos, la prohibición de cultivos transgénicos y el fomento de productos locales.